Por: José Félix Lafaurie Rivera –
@jflafaurie
Dicen que “al desayuno se sabe cómo será el almuerzo”, y así lo percibí siguiendo la audiencia pública convocada por la Comisión 1ª del Senado sobre la jurisdicción agraria, con asistencia plena de la Comisión y de otros parlamentarios, tres ministros y tantas personas, gremios y organizaciones registradas para participar, que fue necesaria una nueva convocatoria. Buen desayuno, que nos anuncia cómo serán los debates.
En dos columnas anteriores sobre “la tierra amenazada” me referí a varios aspectos de ese proyecto de “jurisdicción” que, paradójicamente, le entrega sus competencias a una instancia administrativa, la Agencia Nacional de Tierras, ANT, al tiempo que avasalla competencias de otras jurisdicciones y despoja al propietario de tierras de recursos para su legítima defensa.
Hoy regreso al tema para referirme al fantasma de la extinción de dominio, es decir, de la pérdida del derecho a la propiedad privada de la tierra, que ronda nuestro sistema jurídico desde la Ley 200 de 1936, que creó esta figura para tierras inexplotadas durante tres años.
Posteriormente, la Ley 135 de 1961, primera de reforma agraria, conservó su orientación hacia la recuperación de “tierras incultas”, pero ya con el objetivo de redistribuirlas entre los campesinos sin tierra, que ha marcado los procesos de reforma agraria en el país, sin lograr su objetivo de disminuir la pobreza rural.
La extinción fue modificada luego en varias leyes; sin embargo, su gran transformación se produce en la Ley 160 de 1994, también de reforma agraria.
¿Qué cambió? Aunque conserva las causales de la Ley 136 sobre tierras inexplotadas, introduce dos causales nuevas para extinguir el dominio: la primera es el incumplimiento de la función ecológica de la tierra, que persigue actividades lícitas, la ganadería entre ellas, a partir de una legislación ambiental difusa y difícilmente aplicable en un campo agobiado por la violencia; y la segunda es “la explotación con cultivos ilícitos”, que persigue la actividad criminal que, precisamente, está detrás de la violencia rural.
Hasta aquí, las normas anteriores contemplaron recursos judiciales contra decisiones meramente administrativas, incluido el Decreto Ley 902 de 2017, expedido como resultado del Acuerdo con las Farc, el cual establece el llamado “Procedimiento Único”, que definió con claridad una fase administrativa a cargo de la ANT, con competencia de decidir en primera instancia, pero con posibilidad de oposición por parte del afectado, y una fase judicial con todas las garantías de un proceso ante un juez de la República.
En 2023 el fantasma reapareció, cuando el gobierno pretendió quitarle las garantías procesales a la extinción de dominio por incumplimiento de la función ecológica y usarla como mecanismo extorsivo para presionar a los propietarios a la “venta voluntaria” de sus tierras. Fue el famoso mico del artículo 61 del Plan de Desarrollo que la Corte Constitucional declaró inexequible.
No obstante, hoy vuelve a aparecer en el proyecto de ley ordinaria de la Jurisdicción Agraria, y aunque los ministros digan lo contrario, representa una amenaza real a la propiedad privada de la tierra, al derogar de un plumazo la fase judicial del proceso de extinción administrativa de dominio, y también de expropiación, dejando al arbitrio de la ANT la decisión de cierre, con el único recurso del engorroso procedimiento de la acción de nulidad.
La Ley 160 creo la extinción de dominio por incumplimiento de la función ecológica de la tierra y también por su destinación a cultivos ilícitos, y en este mundo al revés del progresismo, los delincuentes conservan la posibilidad de defenderse ante un juez, que se pretende negar a los propietarios legítimos de la tierra.
Entonces me pregunto: ¿Acaso no somos iguales ante la Ley?