Luz Neydi Téllez, madre de una niña de 10 años con síndrome de West y parálisis cerebral, denuncia que la suspensión de procedimientos en la Fundación Valle del Lili por falta de pagos del Gobierno expone a la menor una “eutanasia pasiva”. Su testimonio revela cómo la burocracia convierte la fragilidad médica en condena diaria.
La mañana en casa de Luz Neydi Téllez comienza con un sobresalto. Su hija de 10 años, diagnosticada con síndrome de West, abre los ojos y casi de inmediato su cuerpo se sacude con brusquedad. La contracción es repentina: cuello y tronco se doblan hacia adelante, los brazos se tensan y las piernas se contraen. No es un movimiento aislado. A veces son decenas en un mismo día. Ella lo llama “tormentas” porque llegan sin aviso y dejan a la niña exhausta, con la mirada perdida y un llanto que anuncia el fin de cada episodio.
Estos espasmos epilépticos son la marca más visible del síndrome de West, una enfermedad huérfana que suele aparecer en los primeros meses de vida y que altera para siempre el desarrollo neurológico. “Mi hija convulsiona, se sacude y queda rendida. Yo la tomo entre mis brazos y siento que cada crisis me recuerda que su vida depende de mi cuidado y de la atención médica que debería tener”, relata Luz Neydi con voz quebrada.
El diagnóstico clínico habla de una tríada: espasmos epilépticos, retraso psicomotor e hipsarritmia en el electroencefalograma. El lenguaje médico suena frío, pero en la experiencia de esta madre significa otra cosa: noches en vela, una hija que nunca pudo caminar sola ni articular palabras, una infancia marcada por hospitales y terapias interrumpidas.
Según comenta a medios de comunicación, el viernes pasado viajó hasta Cali con la esperanza de un procedimiento que aliviaría parte del dolor de su hija: una cirugía en la columna, la aplicación de toxinas y varias radiografías necesarias para ajustar su tratamiento. En lugar de eso, se encontró con una puerta cerrada. “Me dijeron que no podían atenderla porque el Gobierno no había pagado. Sentí que nos estaban sometiendo a una eutanasia pasiva, porque nuestros hijos están vivos y los queremos vivos”, denunció Luz Neydi al borde de las lágrimas.
la situación de los pacientes de régimen subsidiado atendidos en la Fundación Valle del Lili no es aislado. La Contraloría estima que 29 EPS acumulan deudas por $32,9 billones, afectando directamente a hospitales e IPS. Así Vamos en Salud advirtió que las pérdidas patrimoniales de las aseguradoras superan los $10 billones y la cartera vencida los $27 billones, un hueco financiero que amenaza la continuidad de tratamientos esenciales.
Mientras las cifras se acumulan en informes oficiales, las madres como Luz Neydi cargan en sus brazos la traducción más dura de esa crisis. Los espasmos se repiten, el desarrollo se estanca y el pronóstico se agrava. Los médicos advierten que el 90 % de los casos derivan en retraso mental, déficit motor y hasta en síndromes epilépticos más complejos como Lennox-Gastaut. Para las cuidadoras, esas estadísticas se vuelven miedo cotidiano: el riesgo de perder a sus hijos por la indiferencia de un Estado que no cumple con los pagos.
“Yo quiero que mi hija muera el día que Dios lo decida, no porque el sistema le niegue su derecho a ser atendida”, insiste Luz Neydi Téllez. Su clamor no es aislado, junto con ella, decenas de madres cuidadoras, enfermas ellas mismas por la carga física y emocional, repiten la misma súplica: que no se deje a sus hijos morir en la cama por negligencia administrativa.
Tratando de ‘alivianar’ la situación de los pacientes y sus cuidadores, la Superintendencia de Salud ha exigido a las EPS estabilizar giros mensuales y garantizar pagos regulares a prestadores públicos y privados, sin embargo, para quienes esperan un procedimiento urgente, las resoluciones oficiales no alivian el dolor.
Cada día que pasa sin atención significa más convulsiones, más retrocesos, más riesgo de muerte. En medio de la crisis, el testimonio de Luz Neydi Téllez resuena como un acto de resistencia: una madre que se niega a aceptar que la vida de su hija deba depender de trámites y deudas. Su voz recuerda que el derecho a la salud no es una dádiva, sino una garantía fundamental que hoy, en Colombia, se tambalea en la frontera entre la ciencia y la burocracia.
«Le pido a este gobierno que haga los pagos y que no me sometamos a nuestros hijos a la muerte y por ende a nosotros como cuidadoras que también estamos enfermas, enfermas de ver a nuestros pacientes tirados en cama y nosotros sin recursos para salvarlos», apremió la angustiada madre.