Por Rafael Nieto Loaiza
No tengo idea de la manera en que debo escribir esta nota. Siempre lo he hecho abordando los temas y problemas que considero actuales e importantes para el país. Tratar asuntos personales me parece falto de pudor y un abuso con los lectores que, además, no tienen interés alguno en las cuitas de los columnistas. Esta vez, sin embargo, me excuso de antemano, me atrevo a compartir estas reflexiones escritas desde el corazón.
Mi padre murió esta semana. Lector infatigable, fue construyendo con los años una biblioteca seria, alrededor de la cual transcurrió, a su lado, mi juventud. Muchas fueron las noches que compartimos entre conversaciones y libros en la mano. Tenía la costumbre, que en mi se hizo vicio, de leer en paralelo dos o tres libros. En sus últimos años se entregó a la poesía en lengua española y terminó una antología a la que deberé buscarle editorial.
Fue el único colombiano miembro del Instituto de Derecho Internacional, la organización global más importante de los internacionalistas. Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sus colegas le hicieron el honor sin precedentes de elegirlo dos veces su presidente. Las primeras sentencias de la Corte se desarrollaron bajo su conducción y la base de la jurisprudencia del derecho americano de los derechos humanos se construyó en las cortes de las que hizo parte. Fue magistrado de las salas de apelaciones de los tribunales internacionales de Ruanda y de la Antigua Yugoslavia. Más allá de su rigurosidad académica, ejerció el papel de juez protegiendo a las víctimas y comprendiendo la natural debilidad del ser humano. Presidió también el tribunal internacional que puso fin a los litigios entre Argentina y Chile.
Javeriano hasta la médula, convencido de que la educación era el único camino para el progreso, presidió el consejo que dio vida a la Sergio Arboleda y participó en la creación del CESA. Lo invitaban a dar conferencias y seminarios por todo el mundo e iba siempre contento de compartir su sabiduría con los más jóvenes. Recorría los salones de lado a lado, con un pielroja sin filtro en la mano hasta que prohibieron, por fortuna, fumar en clase. Era agudo, profundo, preciso, clarísimo en los conceptos que transmitía con la sencillez de quien domina sin resquicios la materia. Sus alumnos, miles, lo adoraban, y muchas veces lo eligieron como el mejor profesor de la carrera.
Conjuez de la sala constitucional de la Corte Suprema de Justicia, se salvó por un pelo de caer muerto en el salvaje ataque del M19 al Palacio de Justicia, donde murieron muchos de sus más cercanos amigos. Más tarde, en plena época de los extraditables, los narcos lo buscaron para ofrecerle una fortuna que jamás había visto ni vio en su vida, con el fin de que ayudará a tumbar el tratado de extradición con los EE.UU. Rechazó sin dudar un segundo la oferta, que venía con la amenaza velada de plata o plomo, asumiendo los riesgos. En la única decisión de la que discrepé, rechazó ser parte de la primera Corte Constitucional de la que fue después conjuez por muchos años.
Ayudó en lo que lo dejaron, que fue muy poco, en el litigio con Nicaragua. Aunque mis malquerientes lo culpan de ser copartícipe de la derrota en La Haya, lo cierto es que si le hubieran hecho caso, que no ocurrió, no hubiéramos perdido, porque advirtió oportunamente que debíamos retirarnos de la competencia de la Corte Internacional de Justicia. Lo que no quiso nunca fue hacer política, porque era incompatible con su carácter. Aunque se lo pidieron una y otra vez, siempre respondió que, si creían que su nombre ayudaría, lo incluyeran en la lista pero en una posición en que no pudiera ser elegido. Todas las semanas, por sesenta años, escribió una columna en que compartía sus ideas sobre el país, siempre con una claridad meridiana y con la idea de que el lector aprendiera algo nuevo.
Sí, fue un formidable jurista, un juez prudente y sabio, un magnífico maestro, y un patriota a carta cabal. Si hubieran algunas decenas como él, el país sería otro y mucho mejor. Pero, por encima de todo, fue un hombre íntegro y bueno hasta la médula de los huesos. Nunca se transó ni negoció sus principios. Era un caballero de los de antes, infinitamente prudente y sencillo, honrado hasta con los centavos, su palabra valía más que cualquier contrato y así lo sabían sus clientes, sus colegas y sus contrapartes que, sin excepción, lo respetaron como el hombre vertical y cabal que siempre fue. Huérfano de padre desde muy niño, trabajador incansable desde la universidad, que debió pagarse él mismo, silencioso filántropo, generoso sin límites con quienes lo necesitaron.
Serísimo, ratón de biblioteca, ajeno a la vida social que creía una pérdida de tiempo, fue sin embargo amoroso como ninguno con su familia y sus más queridos. Y quiso a mi madre con esos amores de antes, incombustibles, eternos. En estos días de agonía, en pleno delirio, cuando logramos por fin que mamá, también enferma, pudiera visitarlo, la reconoció, sonrió, le dijo que la quería y que deseaba decirle “cosas de amor” y, después de tomarle la mano, se hundió de inmediato en sus alucinaciones. Esas inexplicables y preciosas conexiones vitales…
Se fue, se fue el taita querido, el ejemplo de vida, el maestro, mi gran amigo. Me embarga la tristeza y, paradoja, también la alegría incomparable de que fuera mi padre y de haberlo disfrutado tantos años. No puedo sino darle gracias a la vida.